Un aire fresco vestía ayer a las calles con camperas y buzos. La lluvia de la noche había escondido charcos en baldosas sueltas que explotaban bajo la acelerada marcha de quienes intentaban alcanzar un colectivo, o de quienes se desarmaban en gestos amables para colarse en una vaquita y compartir un taxi. Era mediodía. Todos se apuraban por llegar a sus casas. El almuerzo poco importaba. El celeste y blanco le peleaba a la tristeza de una ciudad que se había despertado gris.
A las 12.35, el músico Lucho Hoyos esquivaba a los peatones con los que se cruzaba en la esquina de San Martín y Junín. Argentina y Nigeria se enfrentaban a las 13 y él todavía tenía que conseguir un taxi que lo llevara a su casa, en donde lo esperaban sus hijos. “No puedo ver los partidos en otro lugar. El ritual de juntarnos y sufrir en grupo es una costumbre”, decía mientras se acomodaba cerca de la pared de un bar para no interrumpir el incesante tráfico peatonal que huía de la city bancaria.
El folclorista se reconoció amante del fútbol. “Desde chico jugaba de cinco en los equipos del barrio. Me parecía a Redondo y no por lo gordo que estoy ahora, sino por cómo jugaba. En esa época, era flaco”, recordó.
Media hora antes, en la escuela José Mármol, la maestra de primer grado Daniela Lazarte aguardaba impaciente la llegada de los rezagados que iban a buscar a sus hijos. La jornada educativa había sido atípica. Muchos niños faltaron y hubo padres que los llevaron a la escuela, pero que los retiraron antes del horario de salida. “Estuvieron más nerviosos que los alumnos. Los más chicos casi no se dieron cuenta de lo que pasaba, pero los de quinto y sexto sí estaban entusiasmados y salieron pintados de los cursos”, explicó. Pero al dejar de lado su labor docente, Lazarte remarcó: “también estoy nerviosa y quiero volver a mi casa para ver el partido con mis hijos. Después, seguro vamos a la caravana”.
Cerca de las 13 los bancos de la city estaban vacíos. El horario de cierre se cumplió al pie de la letra, pero los clientes no estaban interesados en ser atendidos sin hacer cola. En tanto que los empleados no desajustaron ni un milímetro sus corbatas, aunque se mantuvieron firmes frente a los televisores.
En los comercios esta situación fue dispar. Antes de las 12.30 ya había locales que habían bajado sus persianas. Sin embargo, también hubo otros que trabajaron con los horarios normales.
Los embotellamientos desaparecieron de las calles de la capital y hasta los quioscos callejeros cerraron para ver el partido. José Eduardo Albarracín tiene su negocio en la esquina de Córdoba y Junín y, a la venta de diaria de revistas y matutinos, le agregó el color de las vuvuzelas de Argentina. “Se vendió, pero ahora nos juntamos con unos amigos en el Mercado del Norte para ver el partido. Sólo espero que ganemos”, dijo antes de colocarle un candado a su kiosco de lata color verde.
Con el partido lanzado, aparecieron todos aquellos que no podían descuidar su lugar de trabajo. En los hospitales, las guardias médicas estuvieron atentas a cualquier incidente que requiriera su atención y hasta los vendedores que suelen poblar sus alrededores permanecieron en su lugar.
En la vereda del Hospital Padilla que da hacia Lavalle, Gonzalo García resolvía el problema de no tener un televisor cerca con un celular y una trompeta. “Trabajo cuidando motos y mientras estoy acá escucho el partido por la radio. La vuvuzela resuena más que una botella cortada y me sirve para escuchar con todos los que venden acá. Pero, a los otros partidos, los vi en mi casa”, explicó. A su lado, estaba Estela Ibarra. Vive de la venta de golosinas y anticipó que Argentina iba a meter tres goles. Pero, en este tiempo en el que la imagen todo lo puede, reconoció que es más emocionante ver los partidos por la tele.
A dos cuadras de ahí, en el bar de una estación de servicio ubicada enfrente a la plaza San Martín, ya no había lugar para sentarse. Al menos 16 clientes habían reservado sus mesas para ver el partido y almorzar. Daniela Ale, la encargada, dijo que para los partidos anteriores de la Selección también se había llenado, aunque nunca había recibido tantos clientes. Sin embargo, apenas cruzando la calle, Josefina Antonio corría en soledad sobre el cemento de la plaza. Estaba vestida con un jogging gris y, al hablar, se mostraba nerviosa.
El partido iba 1 a 1. La magia de Lionel Messi había conseguido abrir la cancha con un gol tempranero pero, casi al instante, los nigerianos habían conseguido igualar el marcador. “Salí para distraerme